A mí me cuesta escribir sobre ciertas cosas. Y sin embargo se me hace tan fácil escribir sobre los demás.
Mi mente quiere escaparse, se escabulle, se niega a mirar esto que está más atrás de esta idiota pantalla. Me rodeo de estímulos y al mismo tiempo idiotizo mi conciencia, como si no supiera que la censura existe por algo.
Todos buscamos y tememos una palabra. Quizá yo quiero hablar de la muerte porque yo perdí esa palabra.
No recuerdo la última vez que le dije mamá a mi madre. Es decir, recuerdo farfullar “Te amo” con “Pero tenés que luchar”, la contradicción en sí misma, sabiendo que tenía que despedirme sin querer hacerlo. No sé que fue mejor. Entre esas dos antinomias debe haberse colado esa palabra. “Mamá”.
Yo no digo que todas las madres sean buenas. Y no apelo a su empatía, porque cada uno tiene la madre que se merece. Yo digo que mi madre no era perfecta, pero era mía.
Si hay algo que detesto de la cultura es esa capacidad que tiene de seleccionar nuestra forma de guardar recuerdos. Todo es palabra. Y yo moriría por sentirle otra vez el olor a mi mamá. Y por tocar su piel cálida. Y por acariciarle el pelo, y mirar esos ojos de ciervo. Esa mirada al fusil, como escéptica y desengañada. Así te miraba mi mamá. Le rompieron el corazón a pedazos.
Yo la extraño horrores. Horrores. Es indecible lo que siento cuando la siento.
Debe haber alguna forma de superar las muertes. Porque, como una fila que no sabe de su principio ni de su final, todas las muertes subsiguientes se tomaron de la mano, y juegan a la ronda eterna.
La única forma de romper un círculo es quitándole su circularidad. Y por algo una tiene que ver con la otra, no soy tan idiota.
Y también quiero dejar de llamarme idiota. No soy idiota.
Es solo que “perdón”, esa que para muchos es reverso de paz, a mí no me significa nada.
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